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Alejandro Noguera

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A la escultura»El guerrero de Lucentum» Homenaje al director de cine Jean Jaques Annaud

Obra permanente instalada en El ghezira Art Center, museo de escultura de El Cairo/Egipto.

Despertó del sueño sin retorno. Extrañado miró a su alrededor y se levantó. ¿Era éste el Hades? ¿Dónde estaba la laguna Estigia y el barquero Caronte para llevarlo del otro lado? De una cosa no había duda, estaba en el Hades, el hedor era insoportable. Olía a humo sucio, como si se hubiesen arrojado extrañas especias al fuego.

Estaba en el patio de un extraño edificio, con ventanas cubiertas por un extraño material transparente, las columnas parecían de hierro. ¡Qué inmensa riqueza la de los señores de aquel palacio!

Cuando se giró la vio. Le pareció inmensa, aunque su tamaño era menor que el de muchas estatuas de dioses que había visto; era por su color, su material, su movimiento, su inquietante presencia. ¿De qué era? Se acercó para tocar su base, una especie de pirámide al estilo egipcio pero más aguda en sus vértices, y la tocó. Una especie de energía recorrió sus entrañas y de algún modo supo que esa estatua le representaba a él.

¿SOY YO? Exclamó. ¿Cómo es posible que esos señores del metal habitaban aquel extraño lugar, que quizá no era el Hades, aunque no sabía qué otro lugar podía ser? ¿Tan importantes son mis hazañas que los propios dioses me veneran bajo esta extraña forma? Sí, lo eran y él lo sabía; había conquistado casi todo el mundo conocido, había pretendido el entendimiento entre los pueblos de oriente y occidente, había sistematizado la agricultura, las leyes, las manufacturas y tantas otras cosas; sí, sus gestas se cantarían durante siglos. ¿Y si en aquel extraño Hades los tiempos se confundiesen y estuviese viendo su propio futuro? ¿Así me verán los futuros moradores del imperio? ¡Ay!, pero bien sabía él, cuando expiró en aquel pegajoso principio de verano en Babilonia, que sus generales lucharían por sus despojos. Ya no podré circunnavegar África, ya no podré visitar las heladas tierras de los hiperbóreos, ya no podré ver a mi hijo nacer, ya no podré… ya no podré. Lo importante es que, como Aquiles, soy inmortal. Así es como me conocerán en el futuro: veamos. Observó la base de la estatua y fue rodeándola, estaba surcada por extraños símbolos. En la primera cara de la pirámide vio un caballo representado: ¿acaso su fama se había extendido hasta su querido caballo Bucéfalo? Recordó que siendo aún casi un niño lo domó sorprendiendo a su padre Filipo y a toda la corte. Le había acompañado casi toda su vida fielmente, hasta que murió a orillas del río Hidaspes en su combate contra el rey indio Poro. Entonces lo enterró con los honores debidos a tan formidable bestia, y fundó una ciudad con su nombre, tan grande era su amor por él. Luego vio, en la segunda cara de la pirámide, una mano que cogía un ankh: el ankh era el símbolo de la vida eterna para los egipcios, esa vida eterna que los sacerdotes de Amón le habían vaticinado. Tenían razón, de algún modo los siglos guardarían su memoria y así sería verdaderamente inmortal. La tercera cara representaba una cruz como las que usaban algunos pueblos para ajusticiar ¿o era una espada? Eso representaría sus conquistas. Quizá era una doble hacha y representaba su victoria sobre el nudo gordiano en Frigia, país de la labrys o hacha de dos filos. La última cara estaba cubierta por un símbolo alto y oblongo: le recordaba los escudos que portaban aquellos fieros guerreros celtas con su centro reforzado; ¡Qué arrogancia la de los celtas, tan sólo temían que el cielo les cayese sobre la cabeza! Levantó su mirada y se estremeció ante la potencia que emanaba del guerrero que era él mismo. Se trataba de una figura que parecía una mezcla de hombre y demonio metálico, corriendo y portando una especie de lanza. Llevaba alas. Alejandro siempre había soñado con alcanzar las nubes, con sumergirse en lo profundo del mar, traspasar todas las barreras humanas conocidas. Su movimiento era elegante, grácil pese a su imponencia. La lanza portaba una especie de efigie en su parte superior. En la mano derecha llevaba una antorcha para demostrar que su luz sería imperecedera. Pero lo que de verdad le hizo estremecerse fue la cara, su cara. Era cómo las máscaras que usaban los ictiófagos de Gedrosia, con una nariz recta y unos alarmantes ojos. Coronando la cabeza reconoció los cuernos de carnero del dios Amón. Sí, él se había representado a sí mismo en sus monedas con los cuernos de carnero de Amón: para él eso representaba el respeto hacia las costumbres y la religión de uno de sus pueblos, el egipcio; simbolizaba la fusión de las razas que quizá se efectuaría en un futuro en las numerosas Alejandrías que había fundado, en especial la de Egipto. Por ventura en el futuro habría un mestizaje de razas y culturas al que él había contribuido. Satisfecho con su futuro, contento por su inmortalidad, orgulloso por sus logros se recostó y se durmió. Ya vendría Caronte o Hades a por él, o tal vez aparecerían aquellos misteriosos señores del metal

Alejandro Noguera
Director del Museo l’Iber de Valencia y director del Instituto
Valenciano de Estudios Clásicos Orientales

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