Planet Ferrovia de Víktor Ferrando
Los ready-mades del asombro
Por Ricard Bellveser
La obra escultórica de Víktor Ferrando no se parece a la de nadie, ni a nadie imita. Es el resultado de un feliz encuentro entre la poderosa intuición de este joven escultor, el sabio aprovechamiento de fragmentos de máquinas y soluciones técnicas producidas por la revolución industrial y su aplicación al hecho práctico en el tránsito del siglo XIX al XX, pasada por una mirada del XXI, más una parte de iluminación intelectual y otra de observación atenta sobre qué significan las cosas en el mundo de la realidad diaria. Procedimiento este, el del ready-made, que en manos de Ferrando adquiere una singularidad que produce asombro, pues cambia la naturaleza técnica de los objetos como cambia las reglas que hasta ahora le habían sido de aplicación.
Académicamente al ready-made se le considera como una forma de found art, con variantes. En el found art la intervención del artista es mínima, tan solo realiza tareas de adaptación para su exhibición, mientras que en los ready, nos hallamos ante un material que hay que modificar para poder darle la máxima significación. Ahora bien, una de las reglas inflexibles de este proceso es que los cambios a los que se someta al objeto, no deben ser de tal carácter que lo hagan irreconocible, pues en ese caso nos encontraríamos con otra cosa que podría tener fines embaucadores o favorecedores del engaño.
Sin embargo, aquí, en Planet Ferrovia como en toda la obra de Víktor Ferrando, la cuestión adquiere aspectos singulares, pues estos pasos, el hallazgo, la interpretación, la nueva semantización y la construcción de un objeto final totalmente diferente, se hace asumiendo sus consecuencias, aunque sin negar su origen. Un raíl de tren sigue siéndolo, o una vigueta se puede identificar como tal, pero ya no son ni un raíl ni una vigueta por más que respete su aspecto natural, antes al contrario, ambas cosas se convierten en otra nueva que emerge exclusivamente desde el aliento escultórico del artista.
Es ésta otra de las aportaciones de Ferrando, el poner a trabajar y a representar simbólicamente, partes del pasado industrial, evitando el acto de fe artístico que Duchamp reclamaba para sus hallazgos, por él convertidos en arte por su única voluntad, por su emplazamiento en un museo o su título desconcertante. Aquí hay un viaje al pasado como modo de proyección, una especie de déjà vu del horror de las
guerras mundiales del siglo XX, una de las centurias más sanguinarias de toda la Historia; un déjà vu de la educación basada en la violencia, de las máquinas tan perfectas como aniquiladoras, de las cámaras de gas y de un futuro que está por venir, que nos tiene que poner en comunicación con otros tipos de existencia que con total seguridad, debe de haber en este maravilloso universo del que nada sabemos, en el que flotamos incomprensiblemente solos sin acabar de entender qué es lo que pasa, por qué no hay nadie más.
Es ahí, en lo que todo esto tiene de original, donde reside su fortísima personalidad, que en última instancia es el aroma del creador si nos ajustamos a la broma de Charles Schwab, para quien la personalidad es a la persona lo que el perfume a la flor, todos la tienen pero en unos casos es más agradable que en otros, es más intenso, más aromático o más adecuado.
Víktor Ferrando intenta indagar caminos por los que viaja solo y cuyos perfiles vendrían marcados por los siguientes vectores que, a nuestro parecer, constituyen su decálogo personal
Víktor Ferrando: sucedió mañana
Por Ricard Bellveser
Director de la Institució Alfons el Magnànim
La obra de Víktor Ferrando es la de un artista que rebusca entre las ruinas de un mundo concluido y solo halla teorías para explicar la decadencia. Busca materiales ferroviarios en desuso y con ellos construye otra cosa, algo parecido a signos de una vida que aún late entre las metáforas mitológicas y los testimonios contemporáneos, de un siglo acabado que se llevó con él sus incontables miserias.
Para el romántico alemán Friedrich Schlegel, artista era aquel que tenía una visión única y personal del universo, una religión propia con él como único fiel y una original idea del infinito, hasta el punto de que le identifica. Y ese es el caso de este raro escultor, testigo de un tiempo que aún no ha sido, que sucedió mañana y por ello lo podemos sospechar. Sin duda es un escultor del siglo XXI, que recoge el sentido fatal de los agoreros del Tercer Milenio, esos que nos amenazaron con inevitables hecatombes que no han llegado o si lo han hecho ha sido de otra manera.
Los autores de literatura de anticipación, aquellos que casi nunca acertaron, nos han presentado el mundo de los años dos mil, como en el que regresaríamos a un estado primitivo, en las sociedades volvería a prevalecer el trueque, formadas por supervivientes de la gran catástrofe que confiarían su suerte y sus creencias a la restauración de mundos extravagantes por mitológicos, inmersos en la realidad física construida con sobras de una civilización que a fuerza de devenir imperfecta, acabó en autodestructiva.
El escultor Víctor Ferrando también ha tenido esa intuición o ese deslumbramiento, y ha adelantado algo de todo esto, que no tiene porqué estar por venir, sino que es una anticipación de un tiempo antiguo, en consecuencia nos hallamos ante una iluminación del artista y es por eso que produzca la vertiginosa sensación de alarmante atracción.
Las esculturas de Ferrando son, antes de cualquier otra cosa, hijas de su tiempo, es decir que no podríamos desplazarlas adelante o atrás por el eje temporal. Están hechas con sobras industriales, de la civilización del hierro y el acero, de la tecnología industrial y postindustrial; tienen unas magnitudes desproporcionadas, de más de tres metros de altura y miles de kilos de peso. Serían impensables en cualquier otro momento que no fuera exactamente este, el principio del temido siglo XXI, de los años dos mil que fueron la frontera de lo sostenible y, según la tradición, con este milenio iba a llegar el tiempo del horror.
Estas esculturas no se pueden trasladar al siglo XIX, o al XVIII ni mucho menos seguir hacia atrás, excepto si nos dejamos absorber por el lado oscuro de la Edad Media, un lugar desde donde debería levantarse la sociedad post nuclear, cuando el planeta fuera un desierto de oscura arena sobre la que durmieran restos de máquinas destripadas.
No cabe tampoco en el siglo XX, un siglo que se creyó tecnológicamente muy desarrollado, pero solo fue así en el desarrollo de la maquinaria para la guerra, porque el XX fue un siglo preñado de guerras, de las dos mundiales y muchas regionales. En el que se pasó del mosquetón al lanzallamas, del sable a la bomba de hidrógeno, de la bayoneta al napalm, pero no se avanzó en aquello que debía hacernos más humanos y menos hambrientos.
Estas esculturas son, necesariamente, del siglo XXI y están fuera de la tradición cultural academicista, por mucho que el escultor pretenda hallarle un sitio en ella, porque no lo tiene. Hay algo que espanta en estas composiciones de aceros afilados, de tuercas y contratuercas, de diablos atrapados en las aladas formas, todo ello disfrazado de aparente racionalidad, de objetos aturdidos por la lógica, las líneas y las contralíneas, las fugas metálicas y un trasfondo de misterio.
Ricard Bellveser Escritor, poeta y director de la institución Alfons el Magnanim de Valencia
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